
Cuando esta revista estaba ya en proceso de impresión se produjo la triste noticia de la muerte de Seve. Sabíamos que no estaba bien, que la evolución negativa de su enfermedad se estaba acelerando, pero aun así fue como un mazazo para los que amamos el golf.
Lo vi jugar por primera vez en la Ryder Cup de 1987, en Muirfield Village, Columbus, Ohio. Era también la primera vez que asistía a un torneo importante y me impresionó. También creo que fue la primera vez que formó con Chema la imbatible pareja de la Ryder Cup. Me impactó su juego, su carisma, su dominio de la situación y, sobre todo me asombró el aprecio que le tenían los norteamericanos. Cuando llegaba a un green el aplauso era atronador. A ninguno de su equipo recibían así.
Entonces me costó un poco entenderlo, pero enseguida me di cuenta de lo que significaba Seve para el golf, para los aficionados de todo el mundo, sin distinción de nacionalidades, aunque, sin duda, eran los británicos, irlandeses y norteamericanos quienes más le apreciaban. En España no éramos conscientes de lo que este hombre representaba en el deporte mundial.
Tuve suerte con Seve, porque después de eso le vi ganar innumerables torneos, como su último Open Británico al año siguiente.De nuevo volví a ser testigo del entusiasmo que despertaba el cántabro entre los anglosajones.
Ninguno de «sus» jugadores era tan querido ni suscitaba tanta pasión. ¿Por qué sucedía esto? Sin duda su juego era espectacular, imaginativo, distinto, de una altísima calidad, pero eso no era suficiente. Seve irradiaba algo más: carisma, una personalidad explosiva en el campo, telegenia, ¡qué sé yo!, algo que lo convertía en un ídolo en todo el mundo.
Fue una de esas personalidades que surgen muy de tarde en tarde, no solo en golf, que consiguen arrastrar a las masas, generar una corriente de afecto hacia ellos, que otros, incluso con un mejor curriculum, no consiguen nunca.
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